Hace unas semanas fui a comer a casa de una amiga a la que no veía hacía tiempo. Mientras nos poníamos al día, llegó su hermana a dejar a su hijo unos minutos mientras solucionaba algo de su coche. Yo, que apenas tengo trato con bebés, tuve que hacerme cargo de la criatura mientras mi amiga terminaba de cocinar. Estaba tan hermoso que no me atrevía a llevarlo en brazos, así que lo apoyé en el sofá mientras el pobre intentaba hacer equilibrio entre los cojines. Tenía que entretenerlo hasta que su madre volviera, así que tuve una idea. Cogí mi pañuelo, uno que tengo semitransparente de color turquesa, y agarré sus extremos. Comencé a moverlo de abajo a arriba y de arriba a abajo abombándolo encima de su cabeza y enseguida capté su atención, o mejor dicho, enseguida él captó en qué consistía mi modesto espectáculo.
Pero la sorpresa fue mía. Sus ojos, las pequeña arrugas de sus mofletes estirados y su sonrisa sin dientes amplísima hasta el punto de casi dar la vuelta a su cabeza, eran todo júbilo ante los oleajes que yo emulaba con el pañuelo. Nunca, en toda mi existencia, había visto a nadie reaccionar así. Ese instante constituía sin duda la manifestación de felicidad más pura que yo había visto en mi vida.
¿Pero de dónde venía tanta felicidad? Aquello no era una actitud, no provenía de la voluntad. Ese niño estaba descubriendo el mundo y era tan sensible y permeable a un color, una luz o un movimiento, que no podía sino expresarlo con su genuina alegría de vivir. ¿Por qué perdemos esa maravillosa capacidad de sorpresa? El mundo nos ofrece infinidad de novedades, ¿pero ya no las sabemos apreciar?
Días después fui al evento de Women in Action! organizado por mis compañeras de CIMA Juana Macías y Adriana Hoyos. Tuve muchas ganas de asistir al enterarme de que habían logrado levantar algo así. Traer a Juliette Binoche, una de las mayores estrellas del cine europeo y mundial de los últimos veinte años, no es moco de pavo. Y menos en una España aún en crisis, con pocos horizontes para el cine. El objetivo de esta iniciativa es reconocer y premiar la igualdad en el audiovisual y conceder una beca para impulsar el talento femenino.
Así que asistí aquel sábado al Espacio Fundación Telefónica hecha un pequeño ovillo, con las telarañas de algún sueño mohoso aún pegadas al bajo del pantalón. Además, la pregunta sobre aquel niño seguía suspendida en algún lugar de mi conciencia y quizá por ello llegué tarde a la master class de Isabel Coixet que inauguraba el evento. Me acomodé al fondo a escucharla, de medio perfil, tan lejana ella. No tenía expectativas, el sueño había borrado cualquier atisbo de esperanza en ese sábado.
Pero como sucede con las buenas películas, lo mejor es ir a verlas sin esperar nada.
Poco a poco fui entrando en una excéntrica sucesión de relatos al más puro estilo Coixet. La hilarante anécdota sobre un muñeco muy feo encontrado en el escaparate de un bar se mezclaba con la confesión más sincera sobre cómo le siguen doliendo las críticas negativas. El humor con el que se tomaba el hecho de que la confundieran con Icíar Bollaín o Sofia Coppola -demostrándose así cómo se considera a las cineastas un magma indisoluble-, se fusionaba con la más honda manifestación de amor hacia sus personales mitos: Casasavetes, Geena Rowlands, Kurosawa, etc… Me gustó que expresara su feminismo auténtico y rabia por llegar agotada a conseguir las cosas, porque una mujer puede conseguir lo que quiere –explicaba-, pero con el triple de esfuerzo y aguantando el constante retintín y desconfianza hacia sus capacidades.
Genuina como ella sola, la Coixet rezumaba orgullo por su singularidad y eso, que a simple vista podría parecer algo muy común, constituía un auténtico espectáculo para mí. Había leído centenares de entrevistas y libros sobre cineastas y autores, pero… ¿de autoras mujeres? Apenas hay mujeres cineastas con voz y allí estaba una indiscutible autora hablando desde su particular mirada.
A esas alturas yo ya estaba totalmente despierta. Estaba siendo testigo de algo que no había visto nunca y estaba ahí, al alcance de mi mano. Admiraba a aquella mujer. Sí, admirar ¡esa era la palabra que daba todo el significado a mi pregunta! Ahí comprendí el significado del rostro de aquel bebé. Aquel niño admiraba el balanceo del pañuelo. Admiraba algo que no había visto nunca, admiraba algo que podía palpar.
Salí inspirada y llena de energía de aquel evento. Pero sobretodo, agradecida.
Todo aquello había sido realizado con el único objetivo de ayudar a que las cineastas en ciernes podamos tener una ventana de luz, una oportunidad de conocernos, de aprender, de emprender, de tener referentes femeninos talentosos de verdad y modelos enriquecedores. ¿No es maravilloso?
Todo tiene sentido cuando admiramos. Toda relación humana adquiere valor en el reconocimiento del otro, en descubrir cómo otras realidades son posibles. Por eso admirar impulsa de una manera única.
Pero no todo lo admirable es visible, requiere de mecanismos y engranajes que lo sustenten. Detrás de Women In Action hay muchas compañeras. Se trata de mujeres talentosas y generosas que trabajan incansablemente para cambiar la historia remando a contracorriente, intentando que las aguas de un río bravo y milenario cambien un poco su rumbo, para dar a conocer otras miradas y voces que llevan mucho tiempo deseando contar su historia.
Porque hay una cosa muy clara: el talento se contagia y se multiplica, pero para eso ha de ser visible, tan visible y cercano como lo era el pañuelo para aquel bebé.
Irlanda Tambascio (realizadora, montadora e ilustradora) / www.irlandatambascio.es